lunes, 5 de julio de 2010

Sala 18

Cuando pienso en laborterapia me arrancaría los ojos en una casa en ruinas y me los comería pensando en mis años de escritura continúa, 15 o 20 horas escribiendo sin cesar, aguzada por el demonio de las analogías, tratando de configurar mi atroz materia verbal errante, porque -oh viejo hermoso Sigmund Freud- la ciencia psicoanalítica se olvido la llave en algún lado: abrir se abre, pero ¿cómo cerrar la herida?.
El alma sufre sin tregua, sin piedad, y los malos médicos no restañan la herida que supura. El hombre está herido por una desgarradura que tal vez, o seguramente, le ha causado la vida que nos dan. Lichtenberg, el genial físico y matemático que escribía en su Diario cosas como: "Él le había puesto nombre a sus dos pantuflas". Algo solo estaba, ¿no?. Le paso (a Kafka) lo que a mí: se separó fue demasiado lejos en la soledad y supo -tuvo que saber- que de allí no se vuelve, se alejo -me alejé- no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal) sino porque una es extranjera, una es de otra parte, ellos se casan, procrean, veranean, tienen horarios, no se asustan por la tenebrosa ambigüedad del lenguaje (no es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches) El lenguaje -yo no puedo más, alma mía, pequeña inexistente, decidíte; te la picás o te quedás, pero no me toques así, con pavura, con confusión, o te vas o te la picás, yo, por mi parte, no puedo más.

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