Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataud, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esta soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pared. Asi se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuestas.
Cuando es verdadera, cuando nace la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.
Cuando es verdadera, cuando nace la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.
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